Resulta sorprendente cómo menospreciamos en nuestra sociedad «tan moderna y avanzada» los daños que sufrimos mentalmente. Y es que hablar de daño o dolor mental sigue sonando a tabú, a asunto de brujería, hechiceros y adivinos que es mejor no tocar.
El dolor que llamamos «físico», al que nos referimos cuando nos duele la cabeza, una muela o una herida es el que verdaderamente tiene cabida y validez social, al contrario de lo que se suele pensar cuando alguien nos dice que le «duele el alma», por ejemplo, por la pérdida de un ser querido, o cuando indican que «les han roto el corazón».
Ahora cada vez más tenemos en cuenta las bajas laborales por depresión, pero también es cierto que no nos merecen el mismo respeto que una intervención quirúrgica o tener una pierna escayolada.
Antes de la Rmf (resonancia magnética funcional), y todavía hoy en día, el cerebro era el gran desconocido de la historia de la medicina. Se sabía tan poco sobre su funcionamiento que incluso se llegó a descartar su estudio por miedo a atribuirle propiedades falsas, hasta el punto de creer que su actividad nada tenía que ver con lo físico ni con la fisiología del cuerpo.
No es que ahora sepamos mucho, pero gracias a esta tecnología ya podemos saber algo de cómo funciona. El dato que nos interesa en este caso es que gracias a la Rmf hemos podido descubrir que las áreas del cerebro que se activan cuando tenemos un dolor físico y cuando sufrimos un dolor psicológico son las mismas.
Esto significa que llevamos siglos de historia menospreciando la mitad o quizá la mayoría de nuestros males reales. De hecho, la mayoría de los pacientes que sufren estrés, ansiedad y depresión, lo hacen porque los «han entrenado» para ello. es decir, les han enseñado a ignorar las señales del cuerpo que, de no ser atendidas, desembocan en estas afecciones tan extendidas.
Si un zapato nos hace daño y rozaduras, dejamos de ponérnoslo, o al menos nos ponemos una tirita que amortigüe el roce y el dolor. Esta autoprotección tan elemental no la aplicamos a los daños mentales. Muy al contrario, acostumbramos a sostener situaciones que nos degradan, nos incomodan o nos afectan emocionalmente hasta el punto de desarrollar traumas y síntomas psicológicos como crisis de ansiedad, problemas que se dan por tratar de sostener situaciones que nos afectan negativamente. Sería algo así como seguir llevando puesto el zapato que nos hace daño sin tiritas ni apósitos, de manera que las heridas y el dolor fuesen cada vez de mayor envergadura, hasta alcanzar una magnitud que nos puede llegar a inutilizar por algún tiempo.
Si no se nos ocurre aguantar un dolor físico cuando le podemos poner remedio, ¿por qué nos imponemos tanta tolerancia ante el dolor mental?
Ante un dolor de cabeza, decidimos tomar ibuprofeno, o relajarnos, o tomar un baño caliente, cualquier cosa que alivie la tensión que nos ha provocado el dolor. Entonces, ¿por qué no tomar las mismas medidas contra la ansiedad?
La clave está en detenernos a escuchar a nuestro propio cuerpo, quien nos avisa de cuando una circunstancia es dañina para nosotros y debemos, no evitarla, sino ponerle remedio.